Por Emilio Gola
Anthony (Anthony Hopkins) está vestido de traje y arregla algunas cosas de la cocina. De pronto, escucha un golpe de la puerta. Cuando va a ver qué pasa, se encuentra a un hombre en su living, quien afirma que ese es su departamento y le explica que es el esposo de su hija, Anne. Anthony duda, pero se convence. Su hija llega justo en ese momento: el anciano no es capaz de reconocer su rostro… y nosotros tampoco.
The Father parece tirar toda la carne al asador al comienzo. Incluso reafirma el paso con una melodía que bien podría estar en cualquier escena de suspenso. Pero lejos está de hacerlo. Lo único que nos arroja -como un golpe al estómago- es la certeza de que algo extraño sucede y que compartimos esa presunción con nuestro protagonista. El viaje recién comienza y el contacto con la realidad sufre un primer quiebre.
Primero Olivia Colman, luego Olivia Williams: ambas son Anne. Después, una ayudante terapéutica tierna (Imogen Poots) que Anthony encuentra parecida en extremo a su otra hija, una de la que hace tiempo no sabe nada. Y, más tarde, dos hombres (Mark Gattis y Rufus Sewell) que pasan de la indiferencia a la agresión.
¿Qué sucede? ¿Qué genio maligno cambia las piezas a su voluntad y altera la vida cotidiana? La respuesta surge enseguida, pero el acierto está en cómo la percibimos, mientras la brillante teatralidad de Hopkins crea sus propios mundos.
A cargo del dramaturgo Florian Zeller (The other woman, Florida), la narración se construye y deconstruye; las elipsis y el déjà vu no dejan respiro; las reuniones familiares entran al campo de la metafísica. Anthony navega en ellos como puede. Lo único que parece atarlo al espacio-tiempo es su reloj, pero (y esto es un punto central) rara vez lo vemos.
Espacio y vestuario sobrevuelan la confusión: Anthony está en su departamento, o tal vez no; estuvo en pijama todo el día, o quizás eso no es cierto. Los únicos momentos de claridad se resumen en cuatro conceptos: una hija que quiere mucho a su padre, un anciano de 80 años que asegura poder valerse por sí mismo, un esposo que ya no soporta que viva con ellos en esa condición y, al final, una pérdida que duplica su dolor.
La música minimalista de Ludovico Eunadi (Intouchables) solo está en dos o tres momentos fundamentales, igual cantidad de veces que aparece un aria de Georges Bizet. Misma aria que Anthony oye en sus auriculares, pero que se traslada una y otra vez al mundo como la metáfora más simple de la lucha familiar: "Yo creo escuchar todavía".
El resultado es un doble homenaje y rescate, dirigido tanto a quienes padecen este trastorno como a los que sufren sus consecuencias, directa o indirectamente. El final es tan cantado como sublime, la aproximación estética y dialoguista apenas juzga el accionar de cada integrante. El espacio, tal como la mente de Anthony, se fragmenta y nunca logra recomponerse del todo.
Con apenas un puñado de personajes, El padre construye un cuadro donde todos parecen piezas de ajedrez, aunque ningún mecanismo pueda representar por completo este tipo de dolor.
🤩 Lo mejor: una mirada que no juzga, con un Hopkins magistral.
😒 Lo peor: el juego de elipsis deja entrever demasiado en ciertos puntos.
Valoración - Muy buena 👏
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