Por Emilio Gola
Si uno quiere hablar de Nueve Reinas, nada mejor que empezar por su título. Leído a la distancia, pero también durante su estreno en 2000, esas dos –contundentes- palabras hacen pensar en todo menos en un McGuffin que da luz a un thriller con tintes dramáticos y algo premonitorio de lo que sería el corralito argentino de 2001. Al mismo tiempo, representa lo que es la película, es decir, un “ir al grano” que roza la perfección.
Una de las claves de su éxito fue la química que, en pantalla, logró el director Fabian Bielinski con un gran Ricardo Darín (el film lo catapultó definitivamente a la fama internacional) y actores conocidos, pero no sumamente famosos, como Gastón Pauls y Leticia Bredice, sin omitir el resto del elenco, en una espiral de crimen de guante blanco que sabe cuándo acelerar y cuando refrenarse.
Dato curioso: hasta ese entonces, Bielinski (lamentablemente fallecido de un ataque al corazón en 2006) solo había dirigido dos cortos a principios de la década del 80, y había coescrito el guión del drama futurista La sonámbula (1998) y el libreto de un capítulo de la miniserie Bajamar, la costa del silencio (1998). Así como surge la duda sobre el título, ¿quién iba a adivinar que un debutante filmaría una de las mejores ficciones de la historia del cine argentino?
Argentina, la de siempre
Un día, Marcos (Darín) ve a Juan (Pauls) en plena acción fallida de estafa. Marcos lo salva de la incómoda situación y, un rato después, recibe un llamado para involucrarse en la venta de estampillas falsas conocidas como Nueve Reinas. Juan pide entrar al negocio, porque necesita la plata para sacar a su padre de la cárcel. A partir de allí, la tensión, la sospecha y la ironía aumenta en cada escena, puesto que los “compañeros” de crimen van sorteando cada etapa de conversación como si de un nivel de videojuego se tratara, y entablan diálogo con todo tipo de ladrón, incluido el brillante empresario español que encarna Ignasi Abadal.
“Están ahí, pero no los ves. De eso se trata. Están, pero no están. Así que cuidá el maletín, la valija, la puerta, la ventana, el auto. Cuidá los ahorros, cuidá el culo. Porque están ahí, van a estar siempre ahí”, le dice Marcos a Juan para darle una clase, una de las tantas que le intenta dar a lo largo de poco más de 24 horas. Es un claro guiño a la sociedad argentina, aunque aquí no se la considera decadente, sino mecánica, estancada en una esencia de estafadores organizados.
Pero, además de ese guiño metafórico, hay algo más. Juan afirma “chorros”; Marcos responde: “No, no, eso es para la gilada. Son descuidistas, culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas, boqueteros, escruchantes, arrebatadores, mostaceros, lanzas, bagalleros, pesquero… Filos”. En una escena directa, bien filmada, angustiante y emotiva por igual, el ataque masivo del lunfardo cumple la doble función de traer de vuelta aquello que nos olvidamos, es decir, el propio idioma que sabíamos usar para entender el mundo en el que vivíamos (aunque sea porteño), y de comprender que debajo nuestro hay otra sociedad con sus propios profesionales y amateurs.
¿Habla de Argentina? Esencialmente, sí. No obstante, quizá sea el único y pequeño fallo que dejó -sin querer- Nueve Reinas, porque todos sus elementos son extrapolables al resto del mundo. Y mucho más en nuestros días, con las nuevas tecnologías y su multiplicación exponencial.
La escena también ejerce el discurso principal de Nueve Reinas, que halla su complemento en el clásico "putos no faltan, lo que faltan son financistas", y viene con otra capa de sentido, una que previene al espectador sobre lo que ocurrirá en las últimas secuencias. Pero eso es todo, no hay otra pista que vuelva predecibles las acciones ni opaque los entornos, sea la calle, un hotel o una habitación. Mientras, la cámara va del seguimiento en travelling de los compañeros hasta panorámicas sutiles, o del plano y contraplano a un montaje más elaborado, que siempre pone en tensión cada movimiento. La calidad de los recursos expuestos es inagotable.
Las intensas conversaciones con Valeria (Brédice), hermana de Marcos, el anciano que originalmente se encargaría de la estafa (Oscar Nuñez), la viuda poseedora de las estampillas (Celia Juárez) y hasta el breve intercambio con un ladrón de poca monta (Roly Serrano) permiten que la trama avance sin dar a conocer el mecanismo final. En esta línea, entran detalles como el novio teñido y despreocupado de la viuda, los engaños para sacarle plata a las viejas que hace Marcos en los edificios y el incesante recorrido de Buenos Aires junto a Juan.
En otro de sus tantos momentos estelares, Marcos se ofende cuando Juan lo acusa por robarse un diario: “¿A quién le dijiste rata?”. Esas pizcas de humor en la criminalidad le dan otra vuelta de tuerca al film, que amaga una y otra vez (sabiamente) con la inversión de roles y presenta a personajes con aires de jerarquía mafiosa para, luego, quitárselos.
Los vivos y los no tan vivos
A contramano de lo que se puede pensar respecto de situaciones de lucha o del status quo de ciertas figuras cuando pretenden obtener algo, aquí casi todos los personajes se retroalimentan del otro. La cuestión, en fin, es el juego prácticamente teatral de persuasión y convencimiento que se inserta en una narración de aspecto tan nacional como universal. Ahí vemos quién es quién.
Lo mismo ocurre con los personajes-obstáculo que encuentran en su aventura estafadora, o con la magistral secuencia que, sobre el final, cierra tanto la explicación central de la película como la respuesta a la pregunta “musical” que el personaje de Pauls tiene a lo largo del film. No muchas producciones pueden jactarse de una última escena que agregue el dato que falta a la trama, a la psicología de los protagonistas y al propio tono del relato.
Por otro lado, y quizá el aliciente más realista, y la vez, menos optimista de Nueve Reinas es que esa reconversión de los personajes no conlleva un cambio moral: los ladrones pueden enternecerse, reír, decidir robar o no, pero son lo que son dentro de sus códigos, unos en los que Bielinski acertó en no profundizar, porque aquí no vemos la oscuridad argentina que había mostrado Pizza, birra y faso (1998) o la cínica enseñanza de Denzel Washington en la estadounidense Training Day (2001), sino un drama más clásico, centrado en lo que mueve a dos personajes de, en apariencia, idiosincracias distintas.
Por eso, su éxito mundial, adaptación norteamericana en 2004 e influencia sobre otras producciones. Y por eso, también, la anteúltima escena redentora, aquella donde Juan va en el subte y decide tener un acto de caridad para con el chico humilde que pide plata. Además del significado que tiene para con la relación entre Juan y su padre, se trata de un pequeño pero intenso –y necesario- toque de bondad, esa que deja de lado el trayecto previo para mostrar lo que realmente importa, la humanidad que muchas veces olvidamos.
Un detalle adicional que completa a Nueve Reinas: la parte del subte iba a ser de otra forma, pero, en un acto que parece un homenaje a la película, el asistente de dirección, Damián Leibovich convenció a Bielinski para cambiar el guion e imprimirle un sentido más coherente. Cosas buenas de la persuasión.
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