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Crítica (especial): American Psycho

Actualizado: 11 sept 2021


Por Emilio Gola


Memes hay muchos, pero existe cierta ironía en cómo llegan a las redes y los servicios de mensajería: varios de los más exitosos no parten de imágenes especialmente populares. Y una de ellas es American Psycho, película que, desde su estreno en 2000, ganó lugar poco a poco hasta alcanzar el estatus de culto.


Con un hacha en mano, con una media sonrisa, con un gesto de placer, las imágenes de Christian Bale en la piel de Patrick Bateman gozan de un estatus propio. Pero, ¿qué hay detrás? La novela publicada en 1991 por Bret Easton Ellis y, luego, una sátira capaz de incomodar a tantos otros que pretenden ejercer una crítica social.

El ego, la epifanía, el poder


Desde el vamos, la gran clave de Psicópata Americano está en que encara su intención al revés: la sutileza es, justamente, lo explícito. Patrick, empleado de 27 años de una firma de inversiones de Wall Street, dice que algo no anda bien en él. Entre líneas, se sabe un artificio que cuida su cuerpo al máximo para "encajar". Vale decir que estamos a finales de los 80, la década de la generación yuppie, con teléfono móvil gigante en mano, tirantes, oficinas y departamentos que miran a Nueva York desde (muy) arriba.


"Simplemente no estoy ahí", le habla al espectador, en narraciones breves, casi literarias y, lo más importante, precisas. Tan precisas como la música o los efectos de sonido que trabajan una gran ironía acerca de los mandatos de las corporaciones, cuyos empleados -trajeados e impolutos- no hablan de otra cosa que de los mejores lugares para comer y beber.

Un ejemplo elocuente es la famosa escena de las tarjetas de presentación. Hasta el detalle más mínimo en el relieve o la tipografía genera palpitaciones en Patrick, mientras una especie de viento surge cada vez que alguien abre el estuche de su papel. Es que las tarjetas son la frutilla del postre de las apariencias, y nuestro protagonista no puede contenerse: él tiene que dominar todos los aspectos.


Por eso, el otro lado de su personalidad. Si el control es una máxima tácita de Patrick, entonces no tiene opción: debe matar. Elimina a un mendigo -y a su perro- en un callejón porque siente que "no está a su altura"; le hunde un hacha en la cabeza a Paul Allen (Jared Leto), cuya tarjeta y reservaciones de restaurantes son los mejores de la oficina; y, fundamentalmente, borra del mapa a cuanta mujer se le atraviesa. Un detective privado (Willem Dafoe) resulta ineficaz para detenerlo.


Pero Patrick no puede con Jean, su secretaria y el personaje más real de los que pululan por las financieras. Lejos del mero adorno que representan las demás, se trata de la mujer que revela sus inseguridades y entiende que puede o no encajar en la matriz del mundo. Ella es quien, al cierre, dará la pista de que la confesión final de Patrick puede servir para algo... o no. La alienación es tan intensa que la esperanza puede caer en saco roto sin mayor esfuerzo.


¿Hipocresía o conflicto irresuelto?


Llegados a cierto punto, es imposible no pensar en un Bale magistral que pasa desde la moción robótica y cuasi espectral hasta una charlatanería digna de risa. Pero nadie se ríe, ni él. El querer demostrar una mente cuerda produce lo contrario. En un par de segundos, su poder -el poder- brinda belleza y la remueve.


Por caso, realiza críticas espectaculares a cada canción que pone antes de matar o cumplir fantasías sexuales (que, en realidad, son fantasías con él mismo: en pleno acto con dos mujeres a la vez, se mira al espejo y construye un cuadro tan banal como grotesco y cómico). Son momentos que, además, ofrecen algo nuevo, una especie de alivio temporal.

Tampoco hay risas cuando, ante sus asociados, Patrick hace un repaso de los discursos trillados que cualquier persona querría ver convertidos en realidad: cero racismo, el abandono de las armas nucleares, un reforzamiento de los vínculos humanos, igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la ayuda hacia los más necesitados, menos materialismo, etc.


En boca de este ejemplar de la selva del dólar -y producto del gesto constantemente sardónico de Bale- el tono de la lista no busca generar un efecto cómico, sino una reafirmación: Patrick no es solo un esbirro del sistema; Patrick es el sistema, ese que genera problemas, los acepta, los niega, los amolda a su contexto, los resuelve, los vuelve a transitar... y que deviene el único elemento intocable de la humanidad, porque siempre está por encima de ella. ¿Y quién es el psicópata? Prácticamente toda esa clase que comparte las mieles del poder.


Entretanto, la cámara navega por los estilos de Scorsese, Tarantino y Corman. Para la directora y guionista, Mary Harron, se trata de una fábula con personajes que podrían ser mitológicos, así que las escenas se permiten cambiar el foco (de hecho, el primer dialoguista de la película no es Bateman), ser simétricas, jugar con el contrapicado o cerrar el plano abruptamente para introducir una persecución terrorífica. Nada pierde coherencia: como un auto sin control, el panorama (nos) choca, se rearma y vuelve a chocar.


Pero el mito no es del todo intangible, porque es el andamiaje que naturalizamos y que, como Bateman al final, sale impune, incluso a pesar de su deseo de que otros sientan su dolor. No importa si algo vuela por los aires o si hay un placard repleto de cuerpos mutilados; ni siquiera si hay una confesión del asesino. A propósito de esta idea, ¿no se esconde aquí un adelanto de la relación entre las redes sociales, el eufemismo de la posverdad y las características de los gobiernos?


Una presión fuera de pantalla


Aunque los memes de Bale ganaron su propio sitio de culto, son una buena puerta de entrada para ver el iceberg completo. El hacha en mano y ese rostro tan desencajado como confiado son realmente buenos parámetros del film.

Es cierto que la trama permite pensar en una fantasía total, algo que solo pasó en la cabeza de Bateman a modo de escape (¿reminiscencias de Fight Club?). Por algo descubrimos que Paul no murió. Pero... ¿y el resto?


Los ojos de Patrick miran directamente a cámara, el plano se cierra sobre ellos y la ambigüedad toma color. Hoy día, ese mensaje sigue vivo. Y probablemente lo esté por siempre. Por fortuna, la deducción -y acción- última queda en manos del espectador.

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